Este texto aborda la anulación en materia de contratación pública como una decisión extrema, evocando el dilema de Ulises en la Odisea al elegir entre dos males inevitables. Se explican las diferencias entre nulidad absoluta y relativa, así como las vías para declararlas. También se refiere al rol de la Contraloría General de la República en cuanto a nulidades, enfatizando la necesaria razonabilidad y proporcionalidad que deben prevalecer como elementos claves para la protección del interés público.
Cuenta la Odisea, esa joya de la literatura homérica, que en su viaje de regreso a Ítaca, Ulises se enfrentó a un dilema sin escapatoria: debía atravesar el estrecho de Mesina, donde lo esperaban dos horrores inevitables. A un lado, Escila, un monstruo de seis cabezas que devoraba marineros; al otro, Caribdis, un remolino gigante capaz de tragarse toda la embarcación.
No había forma de evitar ambos peligros, así que Ulises tuvo que tomar una difícil decisión: sacrificar a algunos de sus hombres ante el monstruo Escila, con tal de salvar la nave del abismo de Caribdis, que habría engullido a toda la tripulación y frustrado su ansiado regreso a Ítaca. Fue, sin duda, una elección trágica, pero necesaria. Ulises no podía detenerse a cuestionar la injusticia del destino ni a buscar una solución ideal. En ciertas circunstancias, no existen opciones perfectas, solo alternativas menos destructivas.
En su Ética a Nicómaco, Aristóteles sostiene que la virtud consiste en encontrar el justo medio entre dos extremos viciosos. No obstante, reconoce que hay circunstancias en las que ese equilibrio es inalcanzable y que la deliberación prudente debe orientarse a identificar lo mejor que resulte posible en cada caso. De ello se sigue que, en contextos complejos, la elección virtuosa puede no ser ideal, sino la más razonable entre alternativas todas imperfectas.
Este antiguo dilema griego sigue resonando en nuestros tiempos, aunque con distintos nombres y en contextos diferentes. En la contratación pública costarricense, la anulación de una contratación, especialmente cuando esta se genera en el curso de su tramitación, representa una disyuntiva similar: una medida extrema que, aunque en ocasiones imprescindible, puede generar severas consecuencias para el interés público.
El Magistrado Chaves García nos recuerda que las nulidades constituyen la toxicidad en el Derecho Administrativo, cuyo grado varía según la severidad de la invalidez jurídica de los actos dictados, siendo la más radical la nulidad de pleno derecho, distinta a la anulabilidad, diferenciación particular y característica del derecho administrativo español; que en nuestro medio puede equipararse con las nulidades absoluta y relativa, descritas ampliamente en nuestra Ley General de la Administración Pública (LGAP).
En lo que existe plena coincidencia es en que, en cualquiera de sus formas, las nulidades revisten un claro carácter patológico, principalmente porque implican una vulneración de la legalidad que provoca la invalidez de las actuaciones administrativas. Es entonces cuando el panorama se torna más sombrío y se pone en entredicho el venerable principio de presunción de legitimidad de los actos administrativos. Como lo advierte Chaves: “Cuando la ley se burla, se omite o conculca, se desvanece el aroma de la justicia, desaparece el colorido de lo correcto y la belleza del orden, y solo queda la referencia desnuda al principio de legalidad (...)”.[i]
En todos los ámbitos de la Administración, las nulidades representan episodios disfuncionales que conviene evitar, primordialmente porque el sacrificio mayor recae sobre el interés público. Sabemos que, lamentablemente, no son infrecuentes las tropelías en la función pública, pero también hay equivocaciones, errar es de humanos y la Administración se compone fundamentalmente de personas, que no siempre aciertan en sus decisiones, con responsabilidad o sin ella, pero el riesgo de cometer errores es consustancial a cualquier actividad. En palabras de Goethe: "El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”.
Por tanto, el problema no radica exclusivamente en la falibilidad humana, sino también en el uso adecuado de los mecanismos correctos para abordar los desaciertos. Como dijo el sabio Marco Tulio Cicerón en el siglo I a.C.: “Errar es propio de cualquier hombre, pero sólo del ignorante perseverar en el error”. Así, la cuestión no es si se debe o no corregir una contratación viciada, sino cómo hacerlo sin socavar la seguridad jurídica, la estabilidad del sistema contractual público y la confianza ciudadana en el Estado de Derecho, de la que emana su legitimidad.
Bajo esta óptica, no podemos ignorar que en la contratación pública esas falencias y errores suelen tener un elevado costo en términos de prestación de los servicios públicos. En palabras del maestro Ortiz Ortiz: “Todo acto administrativo está llamado a producir efectos jurídicos que por sí o por su ejecución satisfacen necesidades públicas”[ii]. Por ende, cuando se anula una contratación las consecuencias no recaen únicamente sobre las partes involucradas, sino también sobre la ciudadanía, que en última instancia “paga los platos rotos” al ver menoscabada la ejecución de obras, la provisión de bienes y la continuidad de servicios fundamentales para su bienestar.
Por eso, la nulidad, especialmente en la contratación pública, coloca a la Administración en un dilema similar al de Ulises: de un lado, la obligación de corregir lo ilegal, asumiendo retrasos, ineficiencia y el costo de revertir lo avanzado; del otro, el riesgo de tolerar irregularidades que erosionen la legalidad y comprometan el funcionamiento institucional. En este estrecho peligroso, la clave no está en anular por anular ni en ignorar lo indebido, sino en aplicar ese mecanismo con criterios de razonabilidad y proporcionalidad. Se trata de evitar que la corrección se convierta en un naufragio institucional y de mitigar sus efectos mediante una gestión comprometida con la estabilidad, la eficacia y la confianza pública.
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El régimen de nulidades en Costa Rica se compone de una serie de mecanismos fundamentales para garantizar la legalidad en la actuación administrativa. Su regulación principal se encuentra en la LGAP (arts. 158-189), según la cual los actos administrativos pueden ser declarados nulos cuando presentan vicios de legalidad, distinguiéndose dos tipos principalmente: la nulidad absoluta, cuando el acto es gravemente ilegal e inválido porque faltan totalmente uno o varios de sus elementos constitutivos, real o jurídicamente (art. 166); y la nulidad relativa, cuando sea imperfecto uno de sus elementos constitutivos, salvo que la imperfección impida la realización del fin, en cuyo caso la nulidad será absoluta (art. 167).
Las vías para declarar la nulidad de actos o contratos administrativos son dos: la administrativa y la jurisdiccional, dependiendo de la naturaleza del vicio y del procedimiento aplicable. De esta forma, la vía administrativa permite que la propia Administración reconozca y declare la invalidez de un acto cuando este presenta vicios, atendiendo los requisitos y condiciones que impone la regulación aplicable para estos efectos.
Bajo este enfoque, tratándose de una nulidad relativa, la cuestión es mucho más manejable, dado que el acto relativamente nulo se presume legítimo y produce efectos jurídicos mientras no sea impugnado y anulado en la vía administrativa o jurisdiccional (art. 176 LGAP). Además, su anulación, por regla general, tiene efectos ex nunc, salvo que la retroactividad sea necesaria para evitar daños al destinatario, a terceros o al interés público (art. 178 LGAP), y la ejecución de un acto relativamente nulo genera responsabilidad civil para la Administración, pero no para el funcionario, salvo que medie dolo o culpa grave (art. 177 LGAP). Este tipo de acto puede ser convalidado, saneado o convertido, y su nulidad sólo puede ser declarada si es invocada por una parte interesada, no de oficio. En sede administrativa, su anulación es discrecional y deberá estar justificada por un motivo de oportunidad, específico y actual (art. 174.2 LGAP).
Por su parte, en los casos de nulidad absoluta de un acto o contrato administrativo, la LGAP faculta a la Administración para hacer la declaratoria, siempre que se trate, además, de una nulidad que sea evidente y manifiesta (art. 173). Esa calificación se confiere a los casos donde la nulidad sea notoria y fácilmente apreciable, que no requiere mayor esfuerzo y análisis para su comprobación. Todo ello, debe realizarse garantizando el debido proceso, mediante un procedimiento administrativo ordinario y previo dictamen favorable -preceptivo y vinculante- de la Procuraduría General de la República o, en su caso, de la Contraloría General de la República, cuando la nulidad absoluta verse sobre actos administrativos directamente relacionados con el proceso presupuestario o la contratación administrativa (hoy denominada contratación pública).
En los restantes casos, cuando pueda existir una nulidad absoluta pero que no sea evidente y manifiesta, debe acudirse a la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, por medio del proceso de lesividad, previa declaratoria por parte del jerarca de la Administración, en la que se acredite que el acto es lesivo a los intereses públicos, económicos o de cualquier otra naturaleza (art. 34.1 del Código Procesal Contencioso Administrativo, CPCA).
En el ámbito de la contratación pública, el numeral 7 de la ley especial (Ley General de la Contratación Pública, LGCP) establece: “El régimen de nulidades de la Ley 6227, Ley General de la Administración Pública, de 2 de mayo de 1978, se aplicará a la actividad contractual pública”. Por tanto, los mecanismos antes mencionados pueden y deben ser aplicados en esta materia.
No obstante, a lo expuesto debemos incorporar un elemento adicional: no solo la Administración autora de la conducta está legitimada para llevar a cabo la declaratoria de nulidad, sino que el legislador ha conferido también esa potestad a la Contraloría General de la República. Este órgano de control externo, encargado de la vigilancia de la Hacienda Pública, ejerce sus competencias al amparo de los numerales 183 y 184 de la Constitución Política, actuando como institución auxiliar de la Asamblea Legislativa, en el ejercicio de su función fiscalizadora.
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El artículo 28 Ley Orgánica de la Contraloría General de la República (LOCGR) otorga a este órgano de control la potestad para declarar, dentro del ámbito de su competencia, la nulidad absoluta, evidente y manifiesta que advierta en los actos o contratos administrativos de los sujetos pasivos. Esta actuación puede ejercerla de oficio o a instancia del titular de un derecho subjetivo o de un interés legítimo, siempre que se encuentre dentro de su ámbito competencial.
Al igual que en las nulidades declaradas por la Administración activa, la Contraloría deberá formar un expediente, garantizando oportunidad razonable de audiencia y defensa al titular del derecho, cuando se trate de un acto declaratorio de derechos subjetivos. Para tales efectos se utiliza el procedimiento administrativo ordinario regulado en los artículos 308 y siguientes de la LGAP, sin requerirse el dictamen previo favorable de la Procuraduría General de la República.
Hasta este punto, nos referimos típicamente a los mecanismos formales de anulación existentes en nuestro ordenamiento jurídico, tanto para actos administrativos como para contratos públicos, regulados por la normativa general antes citada y que pueden activarse tanto por instancia de la Administración activa como por la CGR, a quien el legislador ha conferido adicionalmente esa potestad dentro del marco de sus competencias.
De mayor relevancia para el tema que nos interesa, son los párrafos tercero y cuarto del numeral 28 de la LOCGR, que disponen:
“(...) La anulación o desaprobación de un acto o de un contrato administrativo por vía de recurso, en ejercicio de tutela administrativa, se regirá por sus propias reglas.
La Contraloría, siguiendo los procedimientos propios del respectivo recurso, podrá declarar de oficio la nulidad de un acto o de un contrato administrativo recurrido, por motivos no invocados por el recurrente, solo cuando la nulidad sea absoluta”.
Esta disposición surge con la promulgación de la Ley Orgánica de la Contraloría en 1994, y su contenido dio lugar a interesantes discusiones que se recogen en las actas legislativas, donde se reflejan algunas preocupaciones que no pasaron desapercibidas sobre el alcance de la propuesta. Dentro de las más llamativas, podemos citar las reflexiones entorno al carácter “facultativo” o “potestativo” de esta función por parte de la CGR, siendo que finalmente existió un decantamiento por lo primero, que se plasma en el párrafo segundo de la norma, reconociendo que la obligación primigenia en esos casos corresponde a la Administración activa. Tampoco faltaron las objeciones al contenido de la norma por considerarse una injerencia indebida del órgano de control externo en las instituciones fiscalizadas, particularmente aquellas de naturaleza descentralizada.
Cabe señalar que la aplicación de ese mecanismo anulatorio por parte de la CGR ha tenido un carácter excepcional y limitado en la práctica, tanto en general como en la materia de contratación pública. Conviene recordar también que el régimen jurídico de la contratación pública en Costa Rica, inició su perfilamiento con la promulgación de la Ley de la Administración Financiera de la República n.° 1279 del 2 de mayo de 1951 y en especial mediante su reforma a través de la Ley n.° 5901 del 20 de abril de 1976[iii], cuyas disposiciones se retomaron después en la Ley de la Contratación Administrativa n.° 7494 de 2 de mayo de 1995), hoy derogada por la Ley General de Contratación Pública n.° 9986 del 27 de mayo de 2021.[iv]
El artículo 28 de la LOCGR fue reformado mediante la promulgación del Código Procesal Contencioso Administrativo n.° 8508, del 28 de abril de 2006, con el objetivo de delimitar y especificar con mayor claridad la potestad de la CGR para declarar la nulidad, restringiéndola a supuestos claros y graves, y enfatizando la protección de derechos subjetivos e intereses legítimos. La reforma también procuró armonizar esta disposición con otras leyes relevantes, como la LGAP, todo ello con el fin de fortalecer la seguridad jurídica y dar mayor coherencia al sistema.
En particular, destaca la inclusión en la norma de los calificativos “evidente y manifiesta”, ausentes en el texto original. Esta adjetivación resulta clave para dotar de coherencia al régimen de nulidades previsto en nuestro ordenamiento administrativo costarricense, con la subsecuente bifurcación de vías para su declaratoria, como se indicó anteriormente.
En síntesis, corregir lo que está viciado en contratación pública no es tarea sencilla. Supone una travesía exigente, que demanda lucidez y prudencia para sortear tanto los escollos de la ilegalidad como las mareas que atentan contra la estabilidad institucional. Pero aún queda por conocer al actor que, sin ser capitán, vigila el rumbo del navío público. En la siguiente entrega, abordaremos el rol de la Contraloría General de la República como jerarca impropio, su potestad para declarar nulidades y los desafíos que entraña ejercer ese poder sin naufragar en el intento.
[i] Chaves García, J. R. (2021). Derecho administrativo vivo: una mirada original al laberinto de lo público. Wolters Kluwer. (Ebook)
[ii] Ortiz Ortiz, E. (2002). Tesis de Derecho Administrativo (Tomo II). Stradtmann Ed. Biblioteca Jurídica Diké. p. 493.
[iii] Es oportuno citar como antecedente el artículo 100 de ese cuerpo normativo, que dispuso: “Los contratos administrativos que no se ajusten a los requisitos, condiciones o procedimientos esenciales que establecen las presente ley y su reglamento, son absolutamente nulos./ Esta nulidad es declarable de oficio en vía administrativa, tanto por la Administración interesada, como por la Contraloría General de la República”.
[iv] Romero Pérez, J.E. (1982). La contratación administrativa pública, Revista de Ciencias Jurídicas, Universidad de Costa Rica, no. 48, pp. 143-173.